Thursday, July 01, 2004

All we ever wanted was everything

Leo los posts de mis compañeros de blog y compruebo que algunas alarmantes sensaciones de desvalorización musical personal que atribuía a uno más de los desagradables bonus tracks de la edad también les ocurren a personas diez años menores que yo. Me consuelo un poco y me quedo mascullando frases sobre McLuhan y no sé qué boludeces más sobre medios que son mensajes o medios masajes o masajeame al medio.

En los mismos días re-leo el famoso artículo de Walter Benjamin sobre lo aúreo en el arte, incluido en Discursos Interrumpidos. En este ensayo Benjamín se plantea el cómo la reproducción de las piezas artísticas y el advenimiento de formas artísticas como la fotografía y el cine, en las cuales la originalidad y la unicidad del objeto no son relevantes y la repetición es la regla (la repetición en cuanto a reproducción), han hecho perder al objeto de arte su aura, es decir, el carácter único de una obra de arte que hacían la experiencia de su contemplación o audición una experiencia única de carácter similar al de la epifanía religiosa. Es decir, Benjamin en los años treinta advertía cómo el mayor acceso y la capacidad de acceder a las reproducciones de los objetos de arte, o su substitución en los gustos personales por objetos ya producidos en serie como las películas, hacían que se perdiera la mística de la relación de las personas con el arte. Si uno tiene una copia litográfica de La Gioconda en su casa (o tiene la posibilidad de tenerla), la relación con La Gioconda -inclusive con la original por más fetichista que uno sea- se degrada y pierde poder de transformación sobre la vida de uno. Benjamin preveía la posibilidad de que el consumo de arte se volviera cada vez más individual y doméstico, adivinando la existencia de la televisión con veinte años de anticipación.



¿A qué viene esta glosa atorrante de un teórico del arte del Siglo XX? ¿otro homenaje a la visión telescópica de Benjamin? No, lo que pasa es que este texto –que resumo muy brutalmente y que recomiendo su lectura a todo el mundo- me lleva a algo que he venido notando desde hace unos (pocos) años y que es un estado aún más avanzado en la pérdida del aura artística y es la monumental democratización del acceso a la música (y a casi cualquier forma de arte) producido por los sistemas de intercambio de archivos por Internet. No voy a ser tan ordinario de quejarme de algo que vengo disfrutando como un beduino desde hace un tiempo pero, como las características genéticas, parece que cada característica positiva conlleva de forma inevitable una característica no tan positiva o tal vez directamente negativa. Me explico; no sé cuantos archivos de mp3 tengo en mis dos discos duros, pero a estas alturas es equivalente o superior a todos mis CD’s originales conseguidos a lo largo de, por lo menos, una década. A causa de un desastre informático que tuve hace poco y que me hizo perder 15 gigas de música, todo este material de mp3 fue reunido en un período de menos de seis meses. Genial; más fácil no puede ser, tal vez por eso me entusiasma menos. Supongo que el libre acceso a la pornografía debe estar haciendo algo similar sobre la líbido de muchos.

Pero puede ser que esta democratización del acceso a la música ha disminuido la capacidad de atención sobre la misma, la valoración de dicha música como objeto de deseo y las redes de intercomunicación que las dificultades de acceso hacían obligatorias. ¿Se puede uno quejar de que las cosas fueran más difíciles? No, uno se puede quejar de haber perdido habilidades de atención, contacto y astucia que eran necesarias para el acceso a la música. El acceso individual y doméstico a la música es, por motivo de sobre-abundancia, desfetichización material (una cosa es un CD con portada, diseño y letras –ni hablar de un vinilo- otra es esta curiosa carpetita amarilla que contiene, pongamos, el Satanic Majesties Request) de por sí disolvente de aura. Al buen investigador o al melómano ya formado le permite seguir con relativa facilidad las ramificaciones de antecedentes, rarezas y derivados, pero como contrapartida esa búsqueda es cada vez más individual (irónicamente si se tiene en cuenta el significado de “sharing”), más autista, menos comunitaria, más mediada.



Hace poco hablaba con un amigo argentino de que había una época en la que te cruzabas con alguien que llevaba puesta una remera de Joy Division lo parabas y te quedabas hablando –aún si uno era un adolescente tímido e incapaz de dirigirse con comodidad a extraños-, porque algunos signos eran como esas señales con las que los masones reconocen a sus hermanos de cofradía. Era casi inevitable luego que siguieras viendo a esa persona, y si era una chica casi seguro terminaba siendo tu novia. Hoy en día probablemente no me detendría a hablar por una remera ni aunque esta tuviera impresa mi propia cara.

No es eso lo importante, hay mil formas de ligar más directas que escuchar after-punk, pero hay un deterioro de la dimensión estético-ideológica de la música y como tal la capacidad de conectar con otras personas en otros planos más allá de la simple simpatía. Mayor cantidad de opciones y mayor acceso por un lado, menos experiencias colectivas y puntos de contactos por el otro. No era para esto que los monos primeros empezaron a golpear rítmicamente los cocos, era para bailar, para llamar a otros monos y acortar distancias. Y tal vez en medio de los tamboriles y el baile, darle el palo al mono alfa de ese momento y armar otra cosa. No sé, no sé en qué termina esto, solo sé que la relación de la gente con la música cambió drásticamente en estos últimos cinco años. Alguien debe estar frotándose la cabeza contra la pared para ver cómo se le puede sacar dinero a todo esto.

Ayer fui al cumpleaños de una amiga treintañera, todo muy lindo, todo el mundo ebrio, todo el mundo contento de verse y tratando de ver con quién se iba a casa. Pero sólo se bailó cuando se puso música que tenía por lo menos diez años de antigüedad.

Bueno, yo no era tan feliz hace diez años ni la música era tan buena, denme otra cosa.